Por Sergio Federovisky (*)
Gomazo
Con todo lo que significa la aparición de Marcelo Tinelli en la televisión, hoy existe una clase política que está muy preocupada por la caracterización que pueden hacer de ellos en el programa, que habitualmente va acompañado de un aparente mensaje inocente, pero llega cargado de dobles sentidos e indirectas.
IMÁGENES
10/05/2014 10:37 PM | Un colega que hoy le lame las medias y se desespera por ponerse chupines, sacos cortitos y la barba rala, cierta vez me dijo muy sesudamente: "Tinelli fue la persona que más daño le ha hecho a la televisión argentina en toda su historia".
Quizás en privado este colega siga sosteniendo semejante definición. Ocurre que en público, la mayor parte de la sociedad política y mediática argentina hace saber, con sus gestos, sus actos y sus deseos, que todo pasa por el estudio desde el que se emite el programa en donde algunos famosos de dudosa fama bailan por un sueño.
El poder es la impunidad, sostuvo en el momento del comienzo de su caída el suicidado Alfredo Yabrán. Más sutilmente, podría decirse que el poder es hacer lo que uno quiere sabiendo que las consecuencias negativas serán poco menos que nulas para el poderoso y dañinas para el que se somete.
Desde hace una semana la clase política argentina, que así demuestra la escasa clase que verdaderamente tiene, tiembla con lo que pueda ocurrir con las mofas de los personajes de Tinelli. El conductor televisivo, al que jamás se le conoce una definición seria de nada, sale de la gambeta con la habitual frase que indica que lo importante no es eso, sino que se trata "apenas" de un show televisivo. Si así fuese, si así se lo valorara ciertamente en la realidad, seguramente Tinelli no lo haría.
"Francisco De Narvaez no ganó las elecciones del 2009 porque fue a Tinelli", dicen los que analizan la política con el ceño fruncido. Es incomprobable, tanto como es cierto el hecho de que gracias a "alica, alicate" se supo masivamente que existía un señor pelirrojo que tenía un tatuaje en el cuello, que tenía un plan y que se presentaba en esos comicios.
Está claro que el daño se produce principalmente cuando el dañado se mece en la cuna que la proponen. A comienzos de los noventa, la escasa televisión política que existía estaba dominada por el establishment que encarnaban los operadores Mariano Grondona y Bernardo Neustadt. Quien luego fuera vicepresidente de la Alianza y provocara con su renuncia la más grosera dilapidación de capital político de que se tenga memoria, Carlos "Chacho" Alvarez, se propuso lograr conocimiento social sin hincarse ante el altar mediático de esos dos pseudo-periodistas que denigraban a todo aquel que no repitiera el salmo de las privatizaciones y el Estado empequeñecido de aquellos tiempos. Alvarez lo consiguió.
Hoy, tras un empobrecimiento político y cultural inusitado, los políticos se dividen entre aquellos que imploran por ser imitados por alguien que los ridiculice en el programa de Tinelli y así lograr algún grado de conocimiento y los que -dado que la sociedad los conoce- aspiran a ser ignorados o ser anatemizados lo menos posible. Está claro que la mayoría lo que hace es control de daños: Tinelli se ha convertido, con sus burlas, su sarcasmo y su ausencia de todo principio, en un castigo peor que la falta de pantalla para un político. Y como los únicos códigos que permanecen vigentes son los que responden a los intereses particulares, Tinelli usa el formato de la diversión y el show banal y chabacano para vengarse de aquellos que no se han comportado como hubiera esperado. El jefe de gabinete Jorge Capitanich era, cuando su estrella aún brillaba, el nexo de Tinelli con un gobierno al que entonces alababa. Capitanich le propuso el manejo del Futbol para Todos, Tinelli perdió la partida con La Cámpora y, con un cobardía notablemente llamativa, se para detrás de la cámara a enviar mensajes de doble sentido, presuntamente inocentes, simpáticos, dirigidos a quienes le aguaron el negocio.
Lo relativamente novedoso es el método sibilino que Tinelli utiliza para enviar sus mensajes. Nunca dice las cosas de modo directo y siempre se mantiene en un andarivel estrecho de doble sentido, de manera que si alguien lo acusara de utilizar su programa para dirimir públicamente sus cuitas con la clase política, apenas si alegaría que se trataba de una broma.
Naturalmente, nada es porque sí. La chabacanería, la misoginia, la burla lisa y llana al que tiene alguna diferencia (homosexualidad, calvicie o lo que fuera) son la versión complementaria del sugerido chantaje a quienes no actuaron dentro de los parámetros fijados por los intereses comerciales del conductor. Por supuesto, su alegato será que baila una enana y que en su vida privada solo hay lugar para la solidaridad y el respeto.
Sin embargo, aunque se crea que existe una división entre el personaje y la vida privada, porque se ese modo se exorcizan las culpas propias, hace rato que Tinelli es lo que exuda la pantalla. Y aunque haya millones que consuman caca, la masividad -que apenas puede disimular el peor olor- no hace que deje de ser caca.
Quizás en privado este colega siga sosteniendo semejante definición. Ocurre que en público, la mayor parte de la sociedad política y mediática argentina hace saber, con sus gestos, sus actos y sus deseos, que todo pasa por el estudio desde el que se emite el programa en donde algunos famosos de dudosa fama bailan por un sueño.
El poder es la impunidad, sostuvo en el momento del comienzo de su caída el suicidado Alfredo Yabrán. Más sutilmente, podría decirse que el poder es hacer lo que uno quiere sabiendo que las consecuencias negativas serán poco menos que nulas para el poderoso y dañinas para el que se somete.
Desde hace una semana la clase política argentina, que así demuestra la escasa clase que verdaderamente tiene, tiembla con lo que pueda ocurrir con las mofas de los personajes de Tinelli. El conductor televisivo, al que jamás se le conoce una definición seria de nada, sale de la gambeta con la habitual frase que indica que lo importante no es eso, sino que se trata "apenas" de un show televisivo. Si así fuese, si así se lo valorara ciertamente en la realidad, seguramente Tinelli no lo haría.
"Francisco De Narvaez no ganó las elecciones del 2009 porque fue a Tinelli", dicen los que analizan la política con el ceño fruncido. Es incomprobable, tanto como es cierto el hecho de que gracias a "alica, alicate" se supo masivamente que existía un señor pelirrojo que tenía un tatuaje en el cuello, que tenía un plan y que se presentaba en esos comicios.
Está claro que el daño se produce principalmente cuando el dañado se mece en la cuna que la proponen. A comienzos de los noventa, la escasa televisión política que existía estaba dominada por el establishment que encarnaban los operadores Mariano Grondona y Bernardo Neustadt. Quien luego fuera vicepresidente de la Alianza y provocara con su renuncia la más grosera dilapidación de capital político de que se tenga memoria, Carlos "Chacho" Alvarez, se propuso lograr conocimiento social sin hincarse ante el altar mediático de esos dos pseudo-periodistas que denigraban a todo aquel que no repitiera el salmo de las privatizaciones y el Estado empequeñecido de aquellos tiempos. Alvarez lo consiguió.
Hoy, tras un empobrecimiento político y cultural inusitado, los políticos se dividen entre aquellos que imploran por ser imitados por alguien que los ridiculice en el programa de Tinelli y así lograr algún grado de conocimiento y los que -dado que la sociedad los conoce- aspiran a ser ignorados o ser anatemizados lo menos posible. Está claro que la mayoría lo que hace es control de daños: Tinelli se ha convertido, con sus burlas, su sarcasmo y su ausencia de todo principio, en un castigo peor que la falta de pantalla para un político. Y como los únicos códigos que permanecen vigentes son los que responden a los intereses particulares, Tinelli usa el formato de la diversión y el show banal y chabacano para vengarse de aquellos que no se han comportado como hubiera esperado. El jefe de gabinete Jorge Capitanich era, cuando su estrella aún brillaba, el nexo de Tinelli con un gobierno al que entonces alababa. Capitanich le propuso el manejo del Futbol para Todos, Tinelli perdió la partida con La Cámpora y, con un cobardía notablemente llamativa, se para detrás de la cámara a enviar mensajes de doble sentido, presuntamente inocentes, simpáticos, dirigidos a quienes le aguaron el negocio.
Lo relativamente novedoso es el método sibilino que Tinelli utiliza para enviar sus mensajes. Nunca dice las cosas de modo directo y siempre se mantiene en un andarivel estrecho de doble sentido, de manera que si alguien lo acusara de utilizar su programa para dirimir públicamente sus cuitas con la clase política, apenas si alegaría que se trataba de una broma.
Naturalmente, nada es porque sí. La chabacanería, la misoginia, la burla lisa y llana al que tiene alguna diferencia (homosexualidad, calvicie o lo que fuera) son la versión complementaria del sugerido chantaje a quienes no actuaron dentro de los parámetros fijados por los intereses comerciales del conductor. Por supuesto, su alegato será que baila una enana y que en su vida privada solo hay lugar para la solidaridad y el respeto.
Sin embargo, aunque se crea que existe una división entre el personaje y la vida privada, porque se ese modo se exorcizan las culpas propias, hace rato que Tinelli es lo que exuda la pantalla. Y aunque haya millones que consuman caca, la masividad -que apenas puede disimular el peor olor- no hace que deje de ser caca.
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